No olvide despertarme a las doce



-¿Quiere más café, señor de Balzac?
        -No, gracias.
      La mujer asintió con la cabeza y cerró la puerta con cuidado. No quería molestar a su señor. Con pasos cortos y presurosos, se acercó a la cocina, donde una gran cazuela de barro desprendía un humo levemente especiado que intentó disipar agitando una mano. Tomó una cuchara y revolvió decididamente la sopa de cebolla. Después, se sentó en una silla y observó la luz que penetraba por las inmensas ventanas, de cortinas descorridas, apoyando la cabeza sobre las manos.
      Ella, a diferencia de su señor, procuraba tener iluminadas todas las estancias por las que pasaba. Él tenía la costumbre de encerrarse en su cuarto durante prácticamente todo el día, excepto cenas y comidas, y trabajaba incesantemente, y sin descanso, en una triste penumbra que a la mujer se le antojaba casi diabólica. Así que ella, por el contrario, intentaba que los lugares que habitaba de esa enorme mansión estuvieran siempre iluminados por la tenue luz parisina.
        -Son las cinco y media –dijo para sí, mirando el reloj-. Le serviré la cena.
        Anduvo torpemente hasta la habitación de su señor y llamó a la puerta.
        -Señor, son las cinco y media –dijo, sin ni siquiera entrar.
    Esperó un tiempo con la oreja sobre la puerta para conocer la reacción de Honoré. Siempre, desde que había entrado a servir en la casa, le había llamado poderosamente la atención aquel hombre que al principio le había parecido  esquivo y huraño, siempre encerrado en su habitación y de obstinadas e inamovibles costumbres. 
      -Ya sabe cuáles son los servicios que busco de usted, ¿verdad? –le dijo el mismo día de su contrato.- Bien, pues intente hacerlo todo lo mejor que pueda, pero hay una cosa que me gustaría que cumpliera con exquisitez y sin una sola falta.
      La mujer, acostumbrada a las exigencias de los hombres de las clases pudientes, reprimió un suspiro y miró a su señor atentamente.
   -Tengo la costumbre, imprescindible para mi trabajo, –comenzó a exponer Honoré- de acostarme a las seis en punto de la tarde y levantarme a medianoche. Respeto estos horarios escrupulosamente porque son los adecuados para mi actividad literaria. –La criada conocía el oficio y la gran fama de su señor, por lo que le honraba que él la hubiera escogido para desempeñar los oficios de la casa.- Así que le ruego que tenga la cena preparada para las cinco y media de la tarde, y me despierte todos los días, puntualmente, a las doce de la noche.
       -Comprendo, señor de Balzac –respondió la criada, firme en sus palabras-. Descuide.
     -Hay otra cosa que debería saber –dijo el hombre, volviéndose repentinamente hacia todos los lados-. No tomo nunca licor ni alcohol de ninguna clase. Por el contrario, gasto una media de un puchero de café al día, así que le pido que tenga siempre café caliente, cargado y al punto de azúcar.
    La mujer abrió mucho los ojos y asintió con la cabeza. Se moría de ganas por saber el porqué de esas manías, pero obviamente no iba a preguntárselo a su señor. Así que se limitó a retirarse de su cuarto cuando este le señaló la puerta.
     Ahora, tres meses después, Eugénie ya no se extrañaba de nada. Esas costumbres, que le habían parecido extrañas y propias de un hombre perturbado y ahíto de obsesiones oscuras, ahora se aparecían en su mente como puros acontecimientos cotidianos, simples piedras que formaban el monótono camino de su día a día en la lujosa mansión del señor Honoré de Balzac. Procuraba atender siempre a su señor con la mayor educación y discreción posible, y al parecer él lo agradecía, pues de vez en cuando la cerrazón exterior que parecía siempre conservar se resquebrajaba un poco e iniciaba breves y banales conversaciones con ella sobre el estado del tiempo, las nuevas plantas que habían crecido en el alféizar de su ventana o la incomodidad de escribir a pluma. Intentaba, asimismo, tener la cena siempre preparada para las cinco y media en punto de la tarde, despertarle sobre las doce de la noche y no hacer grandes ruidos que lo molestaran.
   Mentiría si dijera que no mantenía una pírrica batalla diaria contra la curiosidad que la carcomía día y noche. Se moría por conocer todos y cada uno de los detalles del trabajo de su señor, así como la razón de que no tomara alcohol y se atiborrara de café. Pero él no compartía estos aspectos con nadie. Si acaso, cuando, muy esporádicamente (en el tiempo en que ella llevaba sirviendo, tan solo en dos ocasiones), su amigo el señor Victor Hugo lo visitaba y se sentaban juntos en el salón, al calor de la chimenea y el humo del tabaco, hablando sobre sus proyectos. En esas ocasiones, Honoré siempre le pedía que sirviera y el café y que los dejara solos, por lo que tampoco conseguía satisfacer su curiosidad.
   -Señorita Eugénie –la llamó el escritor, con voz ronca, como siempre que salía de su habitación tras horas de trabajo; esta se sobresaltó y se giró sobre sus talones para encararse con él, que entraba en el comedor-, necesito que mande esta carta a esta dirección –le mostró un pequeño papel garabateado por su letra pequeña y vaporosa-. Como la semana pasada.
      -De acuerdo, señor. –Respondió la interpelada-. Con mucho gusto.
    Cogió la carta y el papel y fue hasta la cocina para dejarlo sobre la encimera. Después, agarró la cazuela, donde reposaba la sopa, con manos firmes y un cucharón de plata y llegó con ella hasta el comedor.
     -Gracias, señorita Eugénie, –dijo el hombre cuando su plato estuvo lleno-. No se demore en el envío de la carta. Se lo ruego. Es muy importante.
     La mujer se preguntó si la carta tendría que ver con alguno de esos turbulentos negocios en los que sabía que su señor se sabía involucrado años atrás. Últimamente, Honoré enviaba muchas cartas, por lo menos dos al mes, y casi siempre a la misma dirección, una dirección cuyo país se localizaba en Ucrania. La primera vez que Eugénie vio el lugar a donde debía mandar la carta, sus facciones se metamorfosearon en un completo retrato de la sorpresa, pero se limitó a obedecer y hacer lo que él le pedía.
   -¿Ha leído alguna de mis novelas, señorita Eugénie? –preguntó, de pronto, el señor de Balzac, con un cambio extraño de humor. Parecía que la comida le hacía ponerse de buen humor.
    La mujer titubeó, con el rubor subiéndose por sus mejillas. No sabía qué responderle a su señor; la verdad era que no había leído ninguna.
    -Ninguna, señor –optó por decirle la verdad. Y abrió la boca para dejar salir una excusa, pero el corpulento hombre la interrumpió alzando la cuchara y dijo:
     -Pues debería usted leer Eugénie Grandet. La protagonista se llama como usted.
La mujer lo miró, desconcertada. Aún no se había acostumbrado a esas pequeñas conversaciones esporádicas con su señor; además, él tenía un modo muy extraño de ver la vida y vivía continuamente obsesionado con la Literatura y en especial con su literatura. Sus conversaciones, si no eran banales, versaban siempre sobre esos aspectos. Parecía que no pensaba en otra cosa.
     -Lo leeré cuando tenga tiempo, señor –respondió, levemente ofendida. Escuchó la risita de él y se dispuso a abandonar la sala para dejarlo comer solo, como a él le gustaba; por ello se sobresaltó cuando este la volvió a llamar desde la mesa.
    -Eugénie –comenzó, mirando hacia todos los lados, con una angustiosa mueca en la cara-, ¿ha visto usted últimamente algún hombre por los alrededores de la casa, en actitud sospechosa? -¿sospechosa?, se preguntaba la mujer. ¿Sospechosa de qué?
    -No, señor.
   -¿Y ha oído usted algo en la ciudad sobre mí, o sobre algo que me concierna? Es muy importante, Eugénie. 
    -No, señor.
  El hombre respiró aliviado. Sin embargo, sus ojos seguían moviéndose en todas direcciones.
    -Bien. No obstante, no despegue el ojo. En este país hay muchas personas que quieren ver mi cabeza sobre una bandeja de plata, créame. Tenemos que ser precavidos.
Ese era otro aspecto que intrigaba a la mujer hasta rozar el borde de la desesperación. ¿Por qué estaba tan obsesionado su señor con que alguien tramaba algo malo contra él, con que alguien lo espiaba? Le preguntaba una o dos veces por semana, era una costumbre no escrita ni apalabrada tan fija como la de las cartas o la de su estricto horario. ¿Qué negocios oscuros asfixiaban a su señor? Su situación económica era excelente, y su popularidad en Francia desbordaba las fronteras. Era cierto que su obra y el talento que los críticos decían que poseía, según le habían dicho, podrían despertar envidias y ambiciones, pero Eugénie no creía en absoluto que aquello pudiera dar fruto y atentar contra la vida o los intereses de su Honoré.
     -Señorita, vaya a enviar la carta. No se preocupe por mí, es más importante ella.
    Las palabras de su señor la habían vuelto a sobresaltar. Sacudió la cabeza para liberarse de los pensamientos sobre las obsesiones de Honoré y se dispuso a quitarse el uniforme de trabajo.
   Cogió la carta, la dirección y el gorrito blanco que solía llevar cuando el sol se adhería extraordinariamente a la bóveda celeste parisina, y se encaminó a la puerta de la casa.
     -Dios le guarde, señor de Balzac. –se despidió-. Voy a enviar su carta.
     -Buenas noches, señorita Eugénie. No olvide despertarme a las doce.



ANEXO. BALZAC: UN TALENTO, DOS OBSESIONES
Honoré de Balzac es quizás uno de los literatos franceses más importantes de la Historia de la Literatura, y uno de los escritores más prolíficos que han dejado su huella sobre el mundo. Autor de más de ochenta y cinco novelas y otros muchos relatos, poesías y obras dramáticas, Balzac es uno de los creadores literarios más peculiares de cuyos datos biográficos son conocidos.
     Tuvo una infancia dura marcada por el desapego emocional de su madre, que se vio obligada a casarse con su padre, un campesino convertido en funcionario de éxito, a una edad temprana, muy temprana. Pese a que estudió Derecho y trabajó en un gabinete, Honoré siempre tuvo claro que su vida y la de la Literatura deberían estar siempre unidas.
      Los primeros años de su vida profesional son un conjunto de fracasos y miserias. Vivió tres años pobremente en París dedicado a la redacción de novelas románticas de éxito nulo, por lo que se vio obligado a ejercer de periodista. Tras varios fracasos empresariales (una imprenta, una editorial, una revista…), triunfó definitivamente con la novela histórica Los Chuanes, y, posteriormente, su éxito ya no haría más que aumentar, hasta enriquecerse sobremanera.
      Mantuvo una intensa y extraña relación con una condesa polaca afincada en Ucrania de nombre Ewelina Hańska, que comenzó cuando ésta le mandó un conjunto de cartas firmadas como La Extranjera, en las que le expresaba su admiración por su obra La Piel de Zapa (1831). A partir de entonces, mantuvieron una rápida y duradera comunicación epistolar que conduciría al enamoramiento absoluto de Balzac, que esperó a que el marido de la condesa muriera para pedirla en matrimonio. Sin embargo, para esta Balzac sólo era un entretenimiento, un juego que la divertía y ocupaba sus horas vacías en Ucrania. Finalmente, y tras varias insistencias del escritor, Ewelina se casó con él meses antes de su muerte. Balzac murió en agosto de 1850.
     El precursor de la novela realista (segunda mitad del siglo XIX) tenía una inagotable capacidad de trabajo, y se dedicaba en cuerpo y alma a la elaboración de sus novelas. Poseía una serie de normas y costumbres que reforzaban su situación laboral y le hacían escribir a gran velocidad y con gran éxito. Así, nunca consumía alcohol, pero bebía muchísimo café, pues aseguraba que de esta manera ponía a salvo su creatividad. Además, necesitaba desarrollar sus creaciones literarias en silencio, en soledad y en penumbra: trabajaba incesantemente desde las doce de la noche hasta las seis de la tarde, hora en la que se acostaba para dormir seis horas.
     Unido a su obsesión por la Literatura estaba que sufría delirio de persecución. Las personas afectadas por él sienten que están siendo objeto de una conspiración o de planes perversos por parte de sus enemigos, e incluso de sus familiares y amigos. Se sienten continuamente observados y viven atemorizados, siempre alerta de lo que pueda ocurrir.
Balzac fue muy admirado en su día (a partir de los treinta años, cuando publicó Los Chuanes) por intelectuales de la talla de Víctor Hugo –que se encargó del panegírico de su funeral-, Alejandro Dumas, Coubert y Frédérick Lemaitre.



BIBLIOGRAFÍA
  • http://letroactivos.com/manias-de-escritor/
  • https://redaccion.lamula.pe/2012/11/11/complejos-fobias-y-manias-de-10-escritores-famosos/admin/
  • http://salud.uncomo.com/articulo/como-distinguir-los-diferentes-tipos-de-delirios-4473.html
  • http://www.ehowenespanol.com/tipos-mas-comunes-delirios-esquizofrenia-lista_166378/
  • http://es.wikipedia.org/wiki/Honor%C3%A9_de_Balzac
  • http://es.wikipedia.org/wiki/La_comedia_humana
  • http://www.epdlp.com/escritor.php?id=1432
  • Gran Enciclopedia Universal (2004), España, Espasa Calpe.
  • CALERO HERAS, José (2011): Literatura Universal – Bachillerato, España, Octaedro